El profesor Terríbilis o la muerte de Julio César
Hoy el profesor Terríbilis es más alto de lo normal. Le sucede siempre eso los días de interrogatorio. Los estudiantes miden con miradas de precisión su estatura: ha crecido por lo menos veinte centímetros. Ha crecido tanto que se le ven los calcetines violeta al i nal de los pantalones marrones, y por encima de los calcetines
una franja de chicha blanca, que de ordinario se tiene púdicamente cubierta.
—Ya está –suspiran las masas estudiantiles–, mejor sería irnos a jugar a los bolos.
El profesor Terríbilis hojea sus expedientes y anuncia:
—Os he convocado aquí para saber la verdad y de aquí no saldréis ni vivos ni muertos hasta que me la hayáis dicho. ¿Está claro? Que salga... Veamos la lista
de los encausados: Albani, Albetti, Albini, Alboni, Albucci... Está bien, que salga
Zurletti.
El alumno Zurletti, que es el último por orden alfabético, se aferra al pupitre para
retrasar el instante fatal y cierra lo ojos para hacerse la ilusión de encontrarse en
la isla de Elba de pesca submarina. Por i n se levanta; con la lentitud con que se
levantan las naves de siete mil toneladas allá en las esclusas del canal de Panamá,
se arrastra hacia la tarima dando un paso hacia delante y dos hacia atrás.
El profesor Terríbilis le atraviesa varios puntos del cuerpo con miradas incandescentes y lo pincha con numerosas frases punzantes:
—Querido Zurletti, se lo digo por su bien: cuanto antes coni ese, antes lo pongo en
libertad. Usted sabe, por otra parte, que no me faltan medios para hacerlo hablar.
Dígame, pues, a toda prisa y sin reticencias, cuándo, cómo, por quién, dónde y por
qué fue asesinado Julio César. Precise cómo iba vestido ese día Bruto, cómo era
de larga la barba de Casio y dónde se encontraba en ese momento Marco Antonio. Agregue el número de zapato que usaba la mujer del dictador y cuánto había
pagado esa mañana en el mercado por el queso fresco de búfala.
Ante esta tempestad de preguntas, el alumno Zurletti vacila... Sus orejas tiemblan...
Terríbilis se las asaetea repetidamente con palabras como l echas...
—¡Coni ese! –urge el profesor con voz apremiante, alzándose otros cinco centí-
metros (ahora al i nal de los pantalones se ve casi toda la pantorrilla).
—Exijo un abogado –murmura Zurletti.
—No hay nada que hacer, amigo. Aquí no estamos en la comisaría ni en el tribunal.
Usted tiene tanto derecho a un abogado como a un billete gratis para las Azores.
Debe limitarse a confesar. ¿Qué tiempo hacía el día del crimen?
No me acuerdo...
—Naturalmente. Me imagino que usted ni siquiera se acuerda de si Cicerón estaba presente, si llevaba paraguas o una trompetilla, si había llegado al lugar en taxi o en calesa...
—No sé nada.
Zurletti se está tranquilizando ligeramente. Nota que la clase lo sostiene
en sus titánicos esfuerzos para resistirse a la presión del inquisidor.
Alza la cabeza de golpe:
—¡No hablaré!
Aplausos.
Terríbilis:
—¡Silencio, o mando desalojar la sala!
Rodari, Gianni (2008): Cuentos escritos a máquina, Madrid, Alfaguara Juvenil.
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